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El pochoclo en el cine y cómo Chaplin y el Gordo y el Flaco marcaron el comienzo de un vicio centenario y redituable

El pochoclo lleva casi un siglo generando más molestias que beneficios. Pero resulta que los Estados Unidos necesitaban reírse. Contexto: período de la Gran Depresión, la tele todavía no existía y los cines eran el lugar de diversión más económico. Otro dato no menor: esos edificios públicos fueron los primeros en tener aire condicionado. Decir pochoclo, con el tiempo, se transformó en un aliado indispensable del disfrute sin pretensiones argumentales. La historia del maíz inflado y la pantalla merece ser contada.

Fue durante el Crack de 1929. Una larga crisis donde las películas se convirtieron en casi la única distracción. La gente iba en masa al cine. Dos, tres veces por semana. Se lo ha estudiado como una forma baratísima de “evasión”.

El pochoclo siempre es más rico dentro de cine. En su libro La cultura del ¡pop!: una historia social del pochoclo (1999), el investigador Andrew Smith cuenta que la relación comenzó en los años ’30, tres décadas después de la invención de los hermanos Lumière. Al principio, los dueños de las salas –originalmente teatros- rechazaban el popcorn porque querían un público serio y concentrado, idéntico al que iba a ver las obras.

No tardarían demasiado en hacerse los desentendidos. Un día vieron a una mujer vendiendo unos cucuruchos de maíz a siete de cada diez personas que hacían la fila en la puerta del cine, y percibieron que el negocio podía ser lucrativo. Esto que contamos tuvo lugar en Kansas, Missouri. ¿Año? 1931. Lugar: el Linwood Teather.

El cine se reinventa como puede desde Tiburón 3-D, con los anteojos de cartón en 1983. El pochoclo, en cambio, es dulce o salado y llegó a trasformarse en una fuente de ingresos más importante que la película misma. En su momento se publicó que Medianoche en París (2011), de Woody Allen, fue un éxito, pero finalmente salió de cartel porque la mayoría de sus espectadores no comía pochoclos.

A medida que el sonido fue ganando terreno en el volumen de la pantalla grande, la prohibición de comer en las salas se flexibilizó. Con la llegada del cine sonoro, en 1927, el ruido extra quedó bastante eclipsado por los diálogos y la música de las películas.

Julia Braden, la comerciante que vio el filón del pochoclo en 1931.

Palomitas de maíz, en un clásico de Chaplin

Con la Gran Depresión en marcha y el aumento masivo del desempleo y la pobreza, Carlitos Chaplin era mucho más que Darín y Francella. El estreno de Luces de la ciudad, en 1931, sigue siendo leído como un testamento de la «era silente» o «un homenaje al arte que había catapultado al actor y director hacia la genialidad». Los cines esperaron la película con la expectativa de un Homo Argentum, pero al cubo.

Se estrenaba una de Chaplin. Suena un poco frívolo escribirlo: las palomitas de maíz se metieron en un clásico atemporal, Luces de la Ciudad. Sí señor, la manía masticatoria se impuso en esas circunstancias y Chaplin supo lo que era pasar del cine mudo al sonoro básicamente por el ruido del pochoclo.

El pobre vagabundo que pasa las mil y una para ayudar a una florista ciega, y la gente comiendo pochoclo. La última película muda fue la mejor, dijo Orson Welles en relación a Luces de la Ciudad. Stanley Kubrick tampoco escatimó elogios. Cuesta imaginar que una obra maestra del cine se haya disfrutado crujiente como si fuera alguna de Rápido y Furioso.

«Luces de la Ciudad». La película de Chaplin fue «cine pochoclero».

Chaplin, el tipo que mejor retrató los fracasos del capitalismo, se devoraba en las salas como las películas de El Gordo y El Flaco.

El primer dúo cómico pochoclero

Ese mismo 1931, Stan Laurel y Oliver Hardy estrenaron varios filmes, entre los que se incluyen Pardon Us (Perdónanos o De bote en bote) y Politiquerías (Chickens Come Home), sin contar los cortometrajes One Good Turn (Una buena jugada), Come Clean, y Laurel and Hardy (Amor dulce amor).

Este dúo cómico es considerado el primer producto de masas pochoclero. Su cine potenció la taquilla y sentó las bases de una rara modalidad que iban adoptando los espectadores.

Stan Laurel y Oliver Hardy, más conocidos como «El gordo y el flaco».

¿Pero a quién se le ocurrió semejante cosa? Anoten este nombre para futuras candidaturas feministas: Julia Braden. Ella consiguió una autorización para pasar al hall de un cine específico de Kansas. Cruzó la línea.

Julia, una ama de casa que había enviudado, fue la primera en ver el nicho. La revista Forbes la reivindica: “Construyó un vínculo entre el alimento y la pantalla (…) Vio la manera de rentabilizar el hambre de toda una sociedad. El maíz era uno de los alimentos más baratos del mercado, y en el avistó un imperio”.

Por alguna razón, en Kansas City, Missouri, ilustre por su escena de barbacoas, toadavía hoy existe un cine llamado Plaza 1907, donde se proyectan películas desde el 22 de mayo de 1907. El Plaza aparece en el Libro Guinness de los Récords desde 2017 y logró ser distinguido como «cine más antiguo del mundo”.

Julia Braden junto a su difunto esposo. Ella hacía pochoclo dulce.

Pero no fue en esa sala donde apareció el pochoclo. La idea de Julia se desarrolló cerca, también en Kansas, en el Linwood Theater. La mujer de los cucuruchos de maíz ocupaba un rincón del hall y «facturaba fortunas”, según un artículo de The New York Times. En un cartel se leía “Hot Popcorn”. El pochoclo que fabricaba ella era dulce. Después, menos artesanal, un tal R. J. McKenna metió una máquina de palomitas en un cine y el mundo hizo plop!

Todavía faltaba bastante para el emporio del «Sr. Pochoclo», como se hizo conocido en los años ’50 un astuto científico agrícola llamado Orville Clarence Redenbacher, asociado a la marca que lleva su nombre.

En 2019, Fellini y Godard se volvieron curiosamente pochocleros. Las películas de cine arte llegaron a salas más comerciales de la Capital Federal. El experimento había empezado con el (re)estreno de La Dolce Vita.

Equivalente a descentralizar los alcances elitistas del Cine Club Núcleo. Impensado suceso: 20 mil espectadores para un par de semanas en cartel. Podríamos escribir una larga afrenta sobre cómo mejora el cine de Godard comiendo pochoclos. ¿Qué hacía Masculino, femenino en el Showcase de Belgrano compitiendo con Dragon Ball y la última de Adrián Suar?

Orville Redenbacher, el Rey del Pochoclo industrial.

Anualmente, Estados Unidos consume 190 millones de metros cúbicos de pochoclo. El 30% sólo se engulle en los cines. En la actualidad cerca del 80% de las ganancias de un cine lo produce la venta de palomitas de maíz.

Julia Braden se hizo millonaria. «El éxito fue tan rápido en el hall de Linwood Theater de Kansas City que en 1931 la mujer ya tenía montado cuatro chiringuitos, cada uno en un cine y facturaba una fortuna de más de 14.400 dólares al año (336.000 de los dólares actuales)», según The New York Times.

Su nombre aparecía en las revistas y una viñeta de época ahora nos recuerda las canchas de pádel y los parripollos. “Encuentra un buen local de palomitas de maíz y construye un cine a su alrededor”.

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