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La interna de los campeones de Boca: «No traten de p… a los hinchas»

30/06/2025 12:40hs. Actualizado al 30/06/2025 13:02hs.Mucho tiempo pareciera haber...

Clase media, esperanza, dualidad, futuro y complejidad

Se acaban de cumplir 50 años del hecho que la sociedad argentina contemporánea reconoce como el primer gran trauma socioeconómico que sufrió: el Rodrigazo, en 1975. Los propios ciudadanos ubican en este hito el comienzo de una larga espiral descendente que nos trajo hasta aquí. Luego le seguirían otros tres para completar lo que bien podríamos bautizar con tristeza “el póquer de la degradación”. Fueron la hiperinflación de Alfonsín en 1989, la gran crisis de 2001/2002 y, finalmente, en el mismo nivel, la pandemia más su extensísima cuarentena en 2020/2021.

Caer en la tentación del reduccionismo para concluir de manera apresurada lo que podría traernos el futuro, vaticinando certezas –ya fueran brillantes y seductoras u oscuras y catastróficas– podría ser un peligroso error. Básicamente, porque un ejercicio de tanta contundencia intelectual implicaría subestimar la complejidad de la trama social sobre la que se producirá el devenir de los acontecimientos.

Ese futuro que hoy se nos presenta elusivo y errático, como corresponde a su naturaleza, pero que extraña, y quizás ingenuamente pretendemos dotarlo de una precisión que calme nuestra ansiedad, estará cargado inevitablemente de vaivenes, oscilaciones y claroscuros.

En sus múltiples declinaciones –desde la abstracción, las proyecciones y los escenarios posibles hasta la praxis más acérrima; desde la cultura, la educación y el trabajo hasta la macroeconomía, la política y el consumo; desde la evolución tecnológica hasta su imbricación con lo más inmutable de lo humano–, es muy probable que adquiera un carácter inestable, voluble, frágil.

Todo estará atravesado por la configuración de un mapa territorial y simbólico que se consolida y coagula: el de una sociedad que se fue rompiendo con cada mazazo de una realidad hostil hasta volverse fractal.

Un colectivo que fue perdiendo la homogeneidad que lo solía destacar en la región y que, ahora, al bajar abruptamente la inflación, como si hubiera terminado la inundación, encuentra que es su mismísima identidad la que está amenazada, mal podría visualizarse o analizarse como un fenómeno estable. Le cabe mucho mejor la hipótesis de la ebullición, la latencia y las expresiones repentinas e imprevisibles.

En una imagen que la estremece, la sociedad argentina actual no puede dejar de desconocerse al mirarse al espejo. La asusta el reflejo de la degradación y el desgarramiento paulatino de su carácter.

Eso que el sociólogo norteamericano Richard Sennet definió, en uno de sus más famosos ensayos, publicado en 2000, como “esa palabra que abarca incluso más cosas que la moderna personalidad, un término referido a deseos y sentimientos que pueden existir dentro de nosotros sin que nadie más lo sepa”.

Rasgos de clase

Decía Sennet que, por el contrario, se trata de algo que excede lo íntimo, dado que “el carácter se centra en el particular aspecto duradero a largo plazo de nuestra experiencia emocional”. Profundiza la idea al afirmar que “el carácter se expresa por la lealtad y el compromiso mutuo, bien a través de la búsqueda de objetivos a largo plazo bien por la práctica de postergar la gratificación en función de un objetivo futuro”. Y nos recuerda que ya los antiguos ubicaban al carácter como un aspecto de orden relacional, es decir, “el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y a nuestras relaciones con los demás”. Concluye que “el carácter se relaciona con los rasgos personales que valoramos en nosotros mismos y por los que queremos ser valorados”.

En los ciudadanos de clase media, ese carácter, esos rasgos de expresión personal que se ponían en juego en el reconocimiento social, fueron históricamente el esfuerzo, el estudio, el mérito, el trabajo, la sana ambición de la movilidad ascendente y la protección de la propiedad privada.

En una población que durante décadas tuvo como mito contenedor y explicativo aquella idea popular cargada de hondas significaciones –“todos somos clase media”– sentir en carne propia y de modo consciente la “corrosión del carácter” (tal el título del libro de Sennet) pues no es poca cosa.

Esa corrosión, ese desgaste, aquel desgarramiento pueden verse en los datos concretos de un relevamiento que realizamos junto con la consultora Opinion Lab a fines del año pasado sobre 2000 encuestas a nivel nacional.

El 60% de la población manifestó que hoy tenemos peor calidad de vida y somos más incultos y menos educados que en los años 80. Ese es el pasado hacia el cual giran la mirada los argentinos para rememorar con nostalgia un tiempo mejor. Es decir, cuando ocurrió el primero de los citados cuatro traumas. En ese entonces la clase media era cerca del 75% de los habitantes, resultaba mucho más homogénea de lo que sucede en el 43% actual –donde la clase media alta se disocia de la media baja de un modo creciente y angustiante– y la pobreza llegaba apenas al 4%.

Como si fuera poco, en el mismo trabajo de campo, un tercio nos dijo que en la Argentina ya queda muy poca clase media y es, casi todo, pobreza; otro tercio, que la pobreza le empieza a ganar a la clase media, y, por último, los más positivos señalaron que la pobreza y la clase media conviven mitad y mitad.

“Clase media: mito, realidad o nostalgia”, el último trabajo de Guillermo Oliveto

Al momento de pensar escenarios y trazar hipótesis se torna imprescindible reconocer la trascendencia de este hecho. Es la propia sociedad la que hoy, de manera consciente, ve amenazados su cultura, su idiosincrasia, su lenguaje, su estética, su ética, sus valores y su moral, arraigada desde que tiene memoria en el arquetipo protector de la identidad de clase media.

Un nuevo gen

Hay un nuevo gen, el de la pobreza, que le disputa su histórica hegemonía cargando de resignación una escena donde la vocación de progreso había reinado casi desde los orígenes. Construcción simbólica que une en un hilo invisible tres consignas del saber popular: “Los abuelos que llegaron con una mano atrás y otra adelante”, porque “venían a hacer la América”, y que gracias al sacrificio abnegado y sin límites de toda una vida puesta al servicio de su legado podían soñar con decir algún día, orgullosamente, “mi hijo el doctor”.

Esta es la sociedad que, al borde de la desesperación, se abraza, en un gesto profundamente humano, a ese sentimiento ancestral que le permite sostener, en términos de Freud, su pulsión vital, su eros, sus ganas de seguir siendo, su impulso ascendente.

Estoy hablando, por supuesto, de la esperanza. Esa idea que el filósofo francés Gabriel Marcel definió como “un afán y un salto”, esa fuerza que tiene el poder para torcer lo sombrío del aparentemente escrito destino.

En el presente mes sigue siendo el sentimiento. De acuerdo con las últimas investigaciones de Pulso Research y Casa 3, más del 40% de la población lo manifiesta como la palabra que sintetiza su vibración presente. Nuestra reciente investigación cualitativa lo confirma. ¿Quiere decir esto que los esperanzados la están pasando bien? Algunos sí, pero la mayoría no. Justamente por eso atan su ánimo a lo que podría ser, pero todavía no es. Juzgan, eso sí, que el proceso va “lento”, más lento de lo que imaginaban y desearían.

La última encuesta de opinión pública de Aresco sigue indicando un nivel de aprobación del Gobierno superior al 50%. Este valor, con leves oscilaciones, se mantuvo prácticamente inmutable durante toda la gestión, que lleva ya más de un año y medio.

En síntesis, es hora de asumir que no hay espacio para la simplificación ni la certeza, allí donde todo lo que se construye apoya sus vigas estructurales sobre un corpus hecho de fragmentos que lucen inconexos. Tenemos que ser capaces de pensar qué implica vivir y convivir en ese territorio desconocido donde ninguno de esos fragmentos, que son muchos más que en el pasado conocido, es capaz de explicar el todo. Se torna entonces imprescindible trazar conexiones que nos permitan construir sentido.

Es cierto que hay un boom de consumo en bienes durables como autos, motos, inmuebles y electrodomésticos, así como en viajes al exterior. Los datos son contundentes. Se explica, fundamentalmente, por las posibilidades que tienen los sectores de clase alta, clase media alta y unos pocos de la clase media baja que se permiten realizar algunas de esas compras porque cuentan con la seguridad de un trabajo formal.

“Hoy comprar duele”

Allí donde hay paritarias, los salarios le ganaron a la inflación, se duplicaron en dólares por la estabilidad del tipo de cambio y hay acceso al crédito. Esto no impidió que, como síntoma novedoso de la época, haya emergido en estos segmentos una repentina sensatez. La batalla cultural está dando sus frutos. Ya no hay espacio para el desenfreno y la desmesura. Es tiempo de pensar bien para comprar bien y así poder vivir bien. El desenfreno era propio de una adicción inducida por la exorbitante inflación que concluyó en el oxímoron verbalizado como “ahorrar consumiendo”. Un contrasentido lógico “inexplicable”, pero fácil de interpretar para los argentinos durante años. Las últimas cuotas las pagaba siempre la inflación. Ya no.

En el resto de la pirámide social, donde se ubican la mayor parte de la clase media baja junto con la clase baja trabajadora y la pobreza, desbordan la informalidad laboral y la restricción. Las conductas oscilan entre la resiliencia, la resistencia, el sufrimiento, la adaptación, el acostumbramiento y la resignación. El semblante está adusto, hay previsibilidad y estabilidad, lo cual se valora de manera significativa, pero no hay placer ni espacio para demasiados premios o gustos. Algo que, naturalmente, se extraña. Comprar se transformó en un factor de estrés que atormenta y angustia. Hay que elegir todo el tiempo lo que no se puede, en lugar de concretar lo que se desea. Y eso genera miedo y frustración. Allí, puesto en sus propios términos, y cito textual, “hoy comprar duele”.

Como si estuviéramos observando la realidad a través de un caleidoscopio, las formas mutan de modo constante. No lo hacen al azar, sino que siempre hay patrones detrás. Visualizarlos implica detectar regularidades allí donde lo que salta a la vista es la anarquía, encontrar cuál es el orden subyacente detrás del aparente caos.

Nunca habrá exactitud, pero sí tal vez seamos capaces de identificar dinámicas y prever desplazamientos, como hacen los meteorólogos o los analistas de los mercados financieros.

Nos lo enseñó el matemático polaco Benoit Mandelbrot, descubridor de los fractales.

Para esbozar el intento, bien cabría comenzar por bucear en algunos de los interrogantes que nos dejaba Sennet en su laureado ensayo. “¿Cómo decidiremos lo que es de valor para nosotros en una sociedad impaciente y centrada en lo inmediato? ¿Cómo perseguir metas en una economía entregada al corto plazo? ¿Cómo sostener la lealtad y el compromiso recíproco en instituciones que están en continua desintegración o reorganización?”

No tenemos las respuestas, pero sí algunas preguntas valiosas. En una era en la que abruman el ruido, la confusión y la aceleración podría ser un buen inicio. La agenda del futuro tiende a ganar densidad y complejidad.


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