El ministro de Seguridad, Luis Petri, firmó recientemente la resolución 2025-72, mediante la cual se concreta la baja definitiva de ex altos mandos del Ejército y fuerzas de seguridad condenados por delitos de lesa humanidad. Según se informó, la medida responde a los compromisos internacionales asumidos por Argentina en materia de derechos humanos, que establecen la obligación del Estado de apartar de sus filas a aquellos funcionarios implicados en violaciones graves a los derechos humanos.
Según lo señalado por la Procuraduría de Investigaciones Administrativas (PIA), la separación de estos agentes es una obligación autónoma del Estado argentino conforme al derecho internacional, sin que sea necesaria una nueva evaluación de sus casos. La presencia de represores dentro del sistema de seguridad pública, aunque en retiro, resultaba incompatible con los principios de memoria, verdad y justicia que rigen la política de derechos humanos en el país.
Agentes retirados, pero en “estado policial”
Según la argumentación en el dictamen de la Procuraduría de Investigaciones Administrativas, a pesar de haber sido condenados con sentencia firme, varios de los implicados conservaban su estado policial en condición de retirados, lo que les permitía mantener ciertos derechos y beneficios, incluyendo el acceso a jubilaciones y la posibilidad de ser llamados a prestar servicios en determinadas circunstancias.
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Entre los condenados se encuentran Juan Carlos Fotea y Ernesto Frimon Weber, ambos exagentes de la Policía Federal Argentina (PFA), y Juan Antonio Azic, exmiembro de la Prefectura Naval Argentina.
El suboficial Fotea fue sentenciado en 2011 por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 5 a 25 años de prisión, con inhabilitación perpetua. Se lo halló culpable de participar en la privación ilegítima de la libertad en doce oportunidades, en concurso con imposición de tormentos agravados contra perseguidos políticos, además, “agravado por la condición de perseguido político de la víctima”. Entre sus víctimas se encuentran Rodolfo Walsh y un grupo de Madres de Plaza de Mayo, secuestradas en la Iglesia de Santa Cruz tras ser delatadas por Alfredo Astiz.
Por su parte, Ernesto Frimon Weber ingresó a la PFA en 1954 y se mantuvo en la institución hasta su retiro voluntario en 1985. Su condena, al igual que la de Fotea, quedó firme en 2015.
El caso de Juan Antonio Azic también es impactante. En 2020, el mismo tribunal unificó las penas previas y lo condenó a 25 años de prisión, pena ratificada por la Corte Suprema de Justicia. A sus crímenes de privación ilegítima de la libertad, se sumaron los delitos de apropiación de menores, incluyendo la sustracción, retención y ocultamiento de un menor de 10 años, en concurso con la falsificación de documentos públicos. La apropiación de menores fue una de las prácticas sistemáticas del Terrorismo de Estado, en la que cientos de bebés fueron arrebatados a sus familias y criados bajo identidades falsas. A pesar de la enérgica actividad de los organismos de derechos humanos por la identidad, muchos de esos niños apropiados hoy son adultos que desconocen su verdadera identidad.
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Las normativas aplicables, como el artículo 20 de la Ley N° 21.965 para la Policía Federal y la Ley N° 18.398 para la Prefectura Naval, establecen que una condena a penas graves conlleva la destitución automática, lo que implica la pérdida del estado policial. Sin embargo, hasta la firma de la reciente resolución 2025-72, los agentes mencionados seguían figurando como retirados, lo que les otorgaba privilegios incompatibles con sus crímenes.
Uno de los aspectos más controvertidos era que, al mantener su estado policial, podían conservar credenciales oficiales, incluso con la posibilidad de ser convocados para prestar funciones de seguridad en caso de emergencia. Esto generaba una incoherencia jurídica y ética, permitiendo que individuos condenados por terrorismo de Estado conservaran vínculos con las fuerzas de seguridad.
Además, la inhabilitación absoluta y perpetua impuesta a estos exagentes no solo implica la imposibilidad de acceder nuevamente a cargos públicos, sino que también afecta el cobro de haberes jubilatorios, conforme al artículo 19 del Código Penal. Esta norma dispone que, en ciertos casos, los fondos pueden ser redirigidos a familiares con derecho a pensión o a las víctimas de sus crímenes, garantizando así una reparación parcial dentro del marco de la justicia.
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Una obligación del Estado para garantizar justicia
La separación de estos exagentes de las fuerzas de seguridad no responde únicamente a una sanción individual, sino que forma parte de una política de justicia, memoria y reparación. En la resolución destacan que el Estado argentino tiene la responsabilidad no solo de castigar a los responsables, sino también de garantizar la no repetición de estos crímenes.
El principio de no repetición ha sido una exigencia central de los organismos internacionales de derechos humanos, que establecen que un Estado no puede permitir la permanencia de represores en sus filas, ni siquiera en situación de retiro. Como lo han señalado diversas instancias judiciales, “un Estado de derecho deja de ser democrático no solo cuando vulnera los derechos fundamentales de su población, sino también cuando no repara esas violaciones”.
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El asesinato de Rodolfo Walsh
Rodolfo Walsh fue un escritor y periodista argentino reconocido por su compromiso con la verdad y la justicia. Desde sus inicios en la literatura con cuentos policiales hasta su obra cumbre Operación Masacre, Walsh se convirtió en un referente del periodismo de investigación. A lo largo de su vida, su pensamiento político evolucionó, pasando de posturas antiperonistas a integrarse en Montoneros. Durante la última dictadura militar argentina, fundó la Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA) para denunciar los crímenes del régimen.
El 24 de marzo de 1977, un año después del golpe de Estado, Walsh escribió su Carta abierta a la Junta Militar, en la que denunciaba la censura, la represión y las violaciones a los derechos humanos cometidas por el gobierno de facto. Al día siguiente, tras enviar copias de la carta al extranjero, fue emboscado por un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en la esquina de Entre Ríos y San Juan. A pesar de estar rodeado, intentó defenderse con un revólver calibre 22, pero fue abatido por una ráfaga de disparos.
Su cuerpo fue secuestrado y nunca se encontró, sumándose así a la lista de miles de desaparecidos de la dictadura. Su cadáver pudo haber sido arrojado al mar en los llamados «vuelos de la muerte». Su desaparición generó denuncias internacionales y su carta fue publicada en medios extranjeros como Granma y El Nacional de Caracas, dando visibilidad a las atrocidades del régimen.
Los secuestros de la Iglesia de Santa Cruz
El 8 de diciembre de 1977, la Armada Argentina llevó a cabo un operativo en la Iglesia de la Santa Cruz, en el barrio de San Cristóbal, donde secuestró a un grupo conformado por Madres de Plaza de Mayo, militantes y religiosos. Este hecho estuvo encabezado por el oficial de la Marina Alfredo Astiz, quien se infiltró en el movimiento de derechos humanos haciéndose pasar por un familiar de un desaparecido. Entre las secuestradas se encontraban María Ponce de Bianco, Esther Ballestrino de Careaga y las monjas francesas Leonie Duquet y Alice Domon. Azucena Villaflor, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, fue secuestrada dos días después.
El grupo de la Iglesia de la Santa Cruz tenía como objetivo denunciar el terrorismo de Estado y recaudar fondos para publicar una solicitada en los diarios exigiendo respuestas sobre los desaparecidos. La dictadura militar, con este operativo, buscaba desarticular el incipiente movimiento de derechos humanos. Los secuestrados fueron trasladados a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde fueron torturados antes de ser arrojados al mar. En 2005, el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos de cinco de las víctimas en tumbas sin nombre en General Lavalle.
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La participación de Alfredo Astiz, conocido como «el Ángel de la Muerte», fue clave en esta operación. Su identidad como infiltrado se reveló en 1982, cuando se rindió ante las tropas británicas en la Guerra de Malvinas, y su foto apareció en medios internacionales. Esto permitió a las Madres de Plaza de Mayo confirmar que «Gustavo Niño», el supuesto aliado, era en realidad un agente de la represión. Su rol en el terrorismo de Estado quedó expuesto en distintos juicios por delitos de lesa humanidad.
En 2006, Astiz fue procesado con prisión preventiva por la desaparición del grupo de la Iglesia de la Santa Cruz y otros crímenes. Finalmente, en 2011, el Tribunal Oral Federal N.º 5 lo condenó a cadena perpetua por su responsabilidad en secuestros, torturas y homicidios cometidos en la ESMA. Su sentencia marcó un hito en la lucha por la memoria, la verdad y la justicia en Argentina.
FM/fl